EL CAIRO




 Me siento en un callejón cercano a la plaza Tahrir, la plaza de la libertad, la plaza de la revolución, a mí alrededor mesas repletas de gente fumando  narguiles. Pido la segunda de manzana. El Sprite y la pipa me cuesta cinco libras y media, menos de un dólar americano, la más barata de todo el  viaje hasta el momento, si bien la cazoleta es más pequeña.



  
Esta tarde me acaba de pasar algo que demuestra bien como se buscan la vida algunos egipcios, el caso es que me aborda un joven bien vestido en el portal de la pensión cuando salía dispuesto a reparar un bolsillo muy roto de mi bolsa de viaje. Me empieza a hacer preguntas, a la tercera le pregunto el porque de su interés.

-Verás es que esta noche tenemos una boda y como tú eres turista puedes comprar en los dutty free que hay ya en la ciudad algo de alcohol y cigarrillos. Nosotros ponemos el dinero y tú nos acompañas, así nos sale  más barato.


 El portero del edificio me dice que este hombre es “correcto”. Decido ir con él, por curiosidad, quiero ver donde me lleva todo esto, pero antes dejamos mi mochila a reparar a un hombre que se sienta en la calle junto a una máquina de coser, y después pasamos a por un amigo que es el que lleva los dólares necesarios para la compra. Entramos en el duty free y compramos tres  botellas de White Label y tres cartones de tabaco, me sellan la compra en mi pasaporte. Después dejamos la mercancía a un hombre en otro portal, todo el recorrido lo hacemos en un Wolskwagen negro por las calles del centro cairota. Personalmente no me creo lo de la boda, y más bien me imagino una serie de personas dedicadas a este negocio, portero incluido.

Se me puede tachar de imprudente, subirme a un coche de desconocidos trapicheadores, y seguramente sea así pero por otra parte ¿dónde  poner el límite? ¿en no subir a ningún coche? ¿en un viaje por tierra de a través de varios países y miles de kilómetros? ¿no creer en nadie?¿no fiarse de nadie? Entonces ¿qué hacemos con la gente que vamos encontrando? Tal vez lo mejor y más enriquecedor de todo… ¿y la gente que da la vuelta al mundo en autostop? Personalmente sí creo en la suerte del incauto, en esa especie de baraka –bendición, fortuna- que lleva con sigo el osado, incluso el imprudente que hace que le salgan mejor las cosas que al más miedoso, al que parece que sus temores sean un imán que atrae los problemas por los que tanto se ha preocupado.
 A la vuelta recogemos mi mochila cuya reparación paga uno de los chavales por indicación mía, pienso que es lo mínimo que pueden hacer por mí, y me dejan donde me encontraron. Todo esto me resulta curioso e instructivo, mi mochila está como nueva y yo cuento con una experiencia más que me puede hacer ganar un poco de dinero en caso de necesidad. Estas compras se pueden hacer una vez más a la salida del país.


El narguile está buenísimo y el callejón está cada vez más animado. Los parroquianos se componen sobretodo de gente joven con aspecto moderno y cuidadosamente desaliñado. Fuman tanto los chicos como las chicas, dos hombres de una planta baja colindante ofrecen a gritos bocadillos y otras cosas de comer. El precio de la pipa en Egipto me parece diez veces inferior al de Siria y Jordania, si bien sólo había fumado en los sitios más  turísticos donde con nuestro desconocimiento de los precios reales nos acabamos mereciendo las clavadas que nos meten.

 Dos chicas jóvenes muy bonitas se sientan a mi lado junto a una pipa cada una, piden algo de comer y ríen cuando en una mezcla de árabe, inglés y señas le digo al camarero que quiero lo mismo. 

Mi llegada al Cairo ha sido algo liosa después de todo un día de autobús desde la península del Sinaí. Se estaba poniendo el sol, enrojeciendo una atmosfera llena de humo y polvo en suspensión, anduve bastante hasta la estación de  metro, allí se me pegó Yamal, un tipo gordito, mayor,  con cara de buena persona, se me presentó dándome su nombre y profesión. Siempre tiendo a desconfiar de la gente que de buenas a primeras vienen sin que nadie se lo haya preguntado con la profesión por delante:
-Hola me llamo Yamal, ingeniero de telecomunicaciones.

-Hola, yo me llamo Manuel, español.

 En este caso pase, pero me parece injusto como norma general preestablecida porque entonces qué pasa  con los que no tengan una profesión de la cual se pueda alardear, qué ocurre si uno es enterrador, o si una es limpiadora, o encargado de las letrinas, o una que vive de su marido o viceversa, o si alguien está parado o no tiene claro que es lo que es, o si se tiene varias profesiones.

-Hola, me llamo Manolo, soy bombero forestal-chofer de autobús-camionero-auxiliar administrativo, encantado de conocerte, ¿y tú?

-Oh…bueno…mi nombre es Lucy, eh, meretriz.

-¿Perdona…?

 O, si no:

- Hola, mi nombre es María Victoría, licenciada en ingeniería aeronáutica espacial e investigadora en el proyecto de la estructura coyuntural de los protones en el hiperespacio, ¿y tú?

 -Eh, pues yo Manolo, fontanero, eso sí, hago una tortilla de patata con cebolla que te mueres…

 Cielos, dejemos de lado las profesiones o dejémoslas para los anglosajones y sus películas, es lo mejor.





 Yamal se empeña en acompañarme al hostal y esperarme abajo para tomar  un café. Yo me había quedado sin dinero y debía pasar por una western union. Se empeñó en tomar un taxi hasta la oficina. Cuando llegamos ya había cerrado. Antes me había dicho que podíamos tomar algo de cenar pero cuando vió que  yo no tenía dinero comentó que él tampoco.
 A día de hoy todavía no sé que pasaba por su cabeza, si era honesto o no, no sé si quería cenar de gorra o dijo que no tenía  dinero al creer que yo intentaba cenar de gorra.
 Días más tarde me lo volví a encontrar una noche algo tarde caminando por una calle céntrica, me sacó un zumo de caña de azúcar e intentó cambiarme veinte dólares, no sé.

 Al ver la oficina de la western cerrada nos metimos en un hotel de siete estrellas a orillas del Nilo, el Four Seasons, ya que mi “amigo” se empeñó que allí había otra oficina donde retirar mi dinero. Por supuesto no la había. Nos sentamos en el suntuoso vestíbulo donde enormes centros de flores naturales adornaban por doquier, luz tenue, lámparas de araña, elegantes damas y caballeros de película pululaban dejándose ver. Tal vez pretendía impresionarme, enseñarme lo más lujoso de su ciudad, dárselas de hombre elegante, no lo sé.

 A mí me quedaba medio euro en el bolsillo y llevaba incrustada en mí una espesa capa de polvo desértico. Mi compañero no creo que tuviera más dinero que yo y en absoluto mejor aspecto.

 No duramos allí demasiado.

 Yamal se empeñó en volver en taxi, y yo no quise gastar en uno mi último medio euro, le dije que me lo quería gastar en unas pastas para cenar, ya era de noche y en todo el día sólo había comido unas galletas. Me acompañó a una tienda, le dí un par de las pastas y le dije que lo sentía mucho, que si tuviera dinero cenaríamos algo.

 Logré deshacerme de él, o él de mí, en una esquina.



  
A un lado tengo las dos chicas guapas, al otro un chaval con libreta en mano recitando algo que puede ser poesía escrita por él a sus compañeros de mesa. Suena bien y sus amigos hacen gestos de aprobación.

 Me siento bien en medio de la locura cairota. Por mucho que describiera creo imposible poder transmitir la gran vitalidad y energía de esta gran urbe.

Hoy no he hecho gran cosa, me levanté temprano para ir por mi necesitada transferencia, cambiando de piso cambié de hotel, está en el mismo edificio pero es un poco más caro y mucho más tranquilo, desayuné zumo de caña de azúcar y unas tortitas hechas con patatas una y con pasta de garbanzos la otra, he mandado lavar mi ropa y arreglar mi bolsa y he dado una vuelta con los negociantes de los impuestos libres.
 El muy famoso entre los circuitos mochileros Hostal Dahab, donde me alojé anoche, me ha parecido, una vez más, un fiasco.
 La habitación parecía una celda de calabozo africano, estaba llena de moscas, me costó cuarenta y cinco en vez de treinta y cinco porque no había hecho una reserva pagando un diez por ciento por adelantado, lo que me pareció una moñada, por ello y porque van sobrados de clientes el chico de la recepción me dio el cuartucho después perdonarme la vida y soltarme un aburrido y largo tostón sobre la conveniencia de reservar.
 Los lavabos comunitarios estaban hechos un asco y apestaban, un gran grupo de anglosajones estuvo gritando y riendo hasta las dos de la mañana, otro grupo de gilipollas lo ha sustituido en el desayuno a las seis de la mañana.
 Un colegio entero de adolescentes europeos ocupaba el hostal.




Me he ido a la Pensión Suiza que, como ya he dicho, está en el piso de abajo. Está que se cae, y es lo suficientemente decadente y silenciosa como para gustarme, las habitaciones son amplias y antiguas, el personal es agradable, ahora pago cincuenta, unos seis euros por noche.
 Me eché una buena siesta, me he duchado y afeitado, tres de las cosas que cambian el ánimo.
 Tengo en la calle de detrás, desde donde escribo, todo lo necesario para sobrevivir. Enfrente de mi mesa, cuatro cuchitriles, uno se ocupa de las bebidas, otro de las pipas de fumar, otro de la comida y el cuarto de Internet.


Soy el único extranjero de la multitud.

Pese a la revolución, pronto dejaría de serlo, y es que ¿cómo escapar de visitar las pirámides la primera vez que se es absorbido por El Cairo?
 

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