TÚNEZ POSREVOLUCIÓN. LA MUJER DEL ÚLTIMO DÍA




  
 El último día de cada viaje siempre, siempre, conozco una chica.
 No falla jamás, sin buscarlo, sin duda y sin pretenderlo.

 Esta vez es en un autobús –una vez más- y se llama S.

 Nos une bastante el hecho de haber estado a punto de morir juntos.

 Un duelo de espejos retrovisores entre un camión cisterna y un autobús en sentido opuesto es prueba de que esta vez se pasaron bien cerca.

 Los dos espejos acaban desintegrados, el de nuestro autobús lo hace contra la cara del conductor que milagrosamente apenas sufre algún rasguño. Para en la cuneta, le echan agua y se aleja caminando bajo un sol de justicia en pos de un camión que no se ve por parte alguna.
 El paisaje es un secarral de tierra plantada de olivos, como toda esta parte del país.
 Kilómetros y kilómetros tostados por el sol y azotados por el viento.

 S. es morena, también está tostada por el sol y hace un maravilloso conjunto con el paisaje que le pasa veloz al otro lado de la ventanilla mientras mira a través de ella sin yo saber que piensa.
 La conversación se hace más fluida después del incidente del autobús.
 Una carambola me ha llevado hasta ella, bueno una carambola y su sonrisa. Un chico ha querido cambiarme el asiento para estar al lado de su amigo y a mí me ha tocado el de al lado de S.

- ¿Te importaría cambiarme el sitio?

- Kif, kif…- Contesto mientras levanto las palmas.

  Tiene veintisiete años, va de una boda a otra, no sé si la primavera es la época de bodas en Túnez…Viaja con la familia que se apiñan al fondo del bus. Me invita a comer y beber mientras me cuenta cosas.

Lo que más le gustaría es vivir en Alemania. No le importa el frío ni si se tiene que casar para conseguirlo. No quiere quedarse en Túnez, está estudiando un master en no se qué y me cuenta cosas familiares mientras sonríe y trata de comunicarse.
 Es alta, pelo largo recogido y tiene unos ojos árabes de ensueño. Si quisiera podría hacer feliz a cualquier hombre. O desgraciado.

 La ruta se hace mucho más agradable en su compañía mientras atravesamos las afueras de Kairouan, un panorama de solares llenos de plásticos y basura donde miles de personas tratan de vivir.

 Nos dimos el facebook y al bajar se puso de espaldas a su familia para dedicarme una sonrisa de despedida.

 La capital va acercándose bajo las ruedas del autobús.

 En realidad qué contar de un viaje y qué saltarse en pos de un ritmo o de una esencia adecuada... 
 Por ejemplo, ¿no cuento que en el centro de Túnez unos niños callejeros lanzaron unas piedras demasiado cercanas para mi gusto?
¿Ni describo cómo golpeaba la lluvia contra los techados de la  medina cerrada mientras yo trataba de encontrar albergue una tarde de domingo?
¿Hablo de que la segunda vez que ceno en el mismo sitio ya siento una cercanía, incluso cierta familiaridad?
¿Y de cuando me refugié en el porche de un ministerio importante y se abrió la puerta y un hombre me dio la mano para después desaparecer?
¿Y de que a continuación vino otro hombre y me dio otra mano y me soltó un rollo del que no pude sacar nada en claro excepto que iba borracho y que lo llamaba insistentemente su mujer?
¿Qué historias contar y qué historias callar?

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