DE TURQUÍA A SIRIA



   
 Son las cuatro de la tarde, mi tren con destino Adana, sale a las ocho, esperaré en la estación porque se está calentito.
 Mi suerte empieza a cambiar con la salida de un sol radiante después de una semana de nieve, frío y soledad. Con esta última me llevo mejor que con los dos primeros, no estoy acostumbrado a inviernos crueles y ásperos.
 Después de diez horas amanece y el tren llega a la estación.
 Dos estudiantes de veterinaria turcos, tan amables y simpáticos como la mayoría de sus paisanos, me llevan prácticamente en volandas hasta un microbús que nos lleva a la gran estación de autobuses de Adana, la cuarta ciudad más grande de Turquía y cuna de nacimiento del famoso kebab, hoy extendido por todo el planeta desplazando, con gran gusto por mi parte, a la hasta hace pocos años hegemónica y omnipresente hamburguesa yanqui.
 Los estudiantes no me dejan pagar mi billete de microbús. Recuerdo que no hace ni diez minutos que los conozco. A cambio les pago el baño de la estación. Sí, aquí cuesta dinero hacer pipí, como en muchos otros lugares, si esto no resulta normal, hay que viajar más.
 A continuación cogemos otro autobús que nos llevará hasta Latakia donde otro autobús me cruzará la frontera. Mis viajes suelen ser una interminable sucesión de autobuses, me abruma pensar en la cantidad de sitios fantásticos que me puedo ir dejando por el camino. Los estudiantes turcos aunque son de esta ciudad nunca cruzaron a Siria, ni por la cara que ponían se lo habían llegado a plantear. Cruzaré la frontera, insAllah, si dios quiere, pues llego sin el visado obligatorio que debería haber sacado en Madrid, y del cual pasé dejando en manos del destino la trayectoria a seguir. La incertidumbre además de canguelo me provoca una reconfortante sensación de libertad.
 Llego a la frontera turco-siria y soy retenido por la policía y sentado en un banquito junto a tres kazajos y un chiquillo con pasaporte mongol.
 De momento la libertad se acabó.
 Decido hacerme un poco el tonto, sin pasarme y sobretodo poner cara de despistado.
 Confío en mi suerte y en la ayuda de los conductores del autobús que imagino querrán cruzar lo antes posible la frontera y no verse envueltos en el eventual quilombo que supone dejarse un pasajero por el camino.
 La terminal de policía está llena de gente y de papeles tirados por el suelo. En sus paredes se anuncian grandes carteles en varios idiomas indicando que si la actitud de algún funcionario es deshonesta debe comunicarse inmediatamente a la jefatura.
 Un sol radiante entra por sus ventanales cuando un policía me pide el pasaporte y desaparece. Deben comprobar, entre otras cosas, que no hay ningún sello israelí entre sus páginas, si lo llevara mi entrada al país sería fulminantemente denegada. Tienen un poco de trabajo por delante, mi pasaporte de casi diez años está lleno de borrosos y disparatados sellos en varías caligrafías. Cuanto más tardan en volver, más inquieto estoy aunque por fuera voy de tranquilo, de vez en cuando aparece alguien para hacerme todo tipo de preguntas. Cuando me preguntan por mi trabajo, decido al ver a mi lado a uno de los chóferes del autobús elegir la más conveniente de mis profesiones en ese momento. Soy conductor de autobús, digo, mientras muevo con mis manos un volante imaginario. La mirada del chófer y la mía se cruzan con un gesto de complicidad y a partir de ese momento todo se acelera. Cuando alguien me manda junto a un recibo a sellar a la ventanilla de pago, sé que tengo la partida ganada. El visado me cuesta veintiún euros, la embajada en Madrid cobra el triple exacto. Mientras termino mis trámites, todo el mundo desparece de la terminal y cuando salgo de ella con mi visado de entrada el autobús ha desaparecido, no me importa mucho, estoy tan contento que me da igual.
 Busco transporte cuando un hombre gordito, calvo y con bigote, llega corriendo y jadeando, me grita:
-¡Españoli, españoli!- Señalando el autobús allá muy a lo lejos pero esperándonos. Nos toca correr.
 Cuando llegamos estamos sin aliento pero dentro se respira una atmósfera de distendida alegría. Se acabaron los papeleos para todos y comenzamos a rodar por Siria. Enseguida ponen música, reparten pasteles y nos dan a todos una bebida gaseosa muy empalagosa. Sabe a jarabe con gas.

No hay comentarios: