BUCAREST


Estoy aquí de nuevo casi cinco años después de la última vez y casi veinte de los primeros viajes.

En el cielo de Bucarest predominan las nubes grises y tristes, hay momentos en los que sopla el viento y sale el sol, y aún parece que hace más frío. 
 Tres o cuatro taxistas intentan conseguirme como cliente, cuando llego a la parada del autobús hay una chica muy bonita esperándolo.

-Varoc, che costa?- Le digo mientras me esfuerzo por resucitar mi chapucero y olvidado rumano.

- Cuesta dos leis y medio- me contesta sonriendo en un castellano acentuado y musical- tienes que comprar el billete en aquella caseta.

No sólo es guapa, además es simpática y nada presuntuosa, hacemos el viaje juntos hasta la Gara de Nord.
 Vive en Logroño con su familia y estudia para ser traductora. Me habla de sus viajes por España y yo de los míos por Rumania. Está aquí porque viene a visitar a su hermano que vive en Constanza.

-Ah, Constanza,- le digo- la playa-

- No, no- se ríe- Ahora no a la playa- Me dice imaginándose una playa mediterránea llena de gente en verano. Le entiendo enseguida y rectifico.

-Bueno, la playa no, el mar.

-Sí, eso es, el mar sí- Y ahora soy yo el que imagina una costa industrial, oleosa y desierta frente a un mar lleno de témpanos de hielo.

Al llegar a la estación, ella va al norte, yo al sur, su tren sale ya, el mío más tarde. Deambulo por las afueras de la estación intentando conseguir el cambio de dinero más favorable.
 Un aliento helado urbano golpea mi cara, montones de nieve sucia se amontona entre los coches. Es sábado por la tarde pero apenas unas pocas personas caminan por la calle. El tráfico, intenso en la periferia, se reduce a unos cuantos coches en el centro. Encuentro una oficina que da mejor cambio que las demás, me atiende una señora seca, de gesto antipático, que no pronuncia una sola palabra ni al llegar, ni al irme, ni mientras tanto. Como ya dije antes, el mercado negro era otra cosa, era en la calle, era otro ambiente, con muchos cambiadores, hablabas, bebías, negociabas y salías de allí con enormes fajos de billetes de una moneda por entonces muy devaluada. Eran transacciones más humanas, no exentas de cierto peligro, y en todo caso mucho más divertidas.

 Cada vez hace más frío, no me apetece dormir en Bucarest por lo que he decidido coger el primer tren que salga para Sofía, la capital de la vecina Bulgaria. Hay uno que sale a las ocho de la tarde y llega a las seis de la mañana, es perfecto para pasar la noche, faltan un par de horas y al parecer viene desde Moscú.

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