CARTA A UN AMIGO




Querido amigo:

 Espero que estés bien. Te escribo esto en mi cuaderno de notas mientras espero el autobús que me pasará a Jordania. Más adelante transcribiré esta carta a Internet y te la mandaré.
 Siria queda atrás. He merodeado por Alepo, Palmira y Damasco.
 Alepo palpita vida, sus normas al menos con el forastero son la educación, la amabilidad y la simpatía. Alepo es casi indescriptible, es vetusta, vivaz, habitada, usada, manoseada y querida. Alepo es una ciudad hecha por y para las personas y no al revés. Es caliente y humana en su total expresión.
 Palmira, ¡ay amigo!, Palmira es belleza, Palmira son preguntas, ¿cómo es posible? ¿Quién fue la reina que la embelleció? Zenobia, “mujer de cabellos oscuros, reina de los desiertos sirios” ¿qué emperadores la amaron?
Porque, vale, su grandiosidad impresiona, su enormidad, y más en medio de un desierto, deja a todos con la boca abierta, pero, su gusto, su exquisitez, ¿de dónde surgiría este gusto artístico? ¿cómo consiguieron ese grado de sensibilidad?¿por qué dejó la historia que se fueran al carajo?¿qué tenemos ahora?¿Calatrava?¿Sus puñeteros puentecitos iguales, uniformando el planeta? ¡Qué desastre!
 Damasco es la intensidad vibrando, la supervivencia. Damasco es única, no hay dos Damascos. Damasco carda la lana y Estambul se lleva la fama. Así son las cosas. Yo me he enamorado de Damasco. Sólo alguien sin corazón podría no hacerlo si se permanece el suficiente tiempo en ella. La mezquita de los Omeyas impresiona, fascina, incluso hiere, y no es una predisposición interior, ni mucho menos tiene que ver con si se es creyente o no.
 Atrás dejo Siria, nunca pensé que me fuera a gustar tanto, pese a lo leído y sabido sobre ella.
 Por delante el Reino Hachemita de Jordania, -me encanta la palabra Hachemita- disculpa mi euforia pero voy lanzado amigo. Viento en popa a toda vela.
 Hoy me abrazó una chica rubia, joven, bonita, maravillosa; era su despedida. Éramos varios durmiendo juntos, no te imagines ningún tipo de orgía, qué va, sino más bien una habitación comunitaria de mochileros. Me sorprendió, nunca lo hubiera esperado. Los demás eran de película, jóvenes, muy guapos, atléticos viajeros. Pero su abrazo me lo llevé yo, con mi pancha y mi barba de tres días ya blanqueándose. No tengo ni idea de su nombre, no se lo he llegado a preguntar a lo largo de nuestras conversaciones los días anteriores, pero me hizo recordar la canción:
 Me enamoro de todo me conformo con nada, un aroma, un abrazo, un pedazo de pan…

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