ESTAMBUL TURQUIA

 La gente en Estambul me parece amable sin ser zalamera. Entre los desconocidos a los que se les pregunta cosas aún no ha habido nadie que no me haya respondido o no haya hecho lo máximo posible por ayudar. Debo cruzar al lado asiático para mirar en la estación de trenes los horarios y los precios para Ankara. Le pregunto el camino a un hombre cuyas arrugas indican que ya ha vivido lo suyo, de hecho es marinero.
 -Aquí todos lo somos- Me dice señalando el portal del edificio donde lo he abordado.
 Quiere saber mi país y mi ciudad. La conoce, claro, viajó por todo el mundo como marino mercante. Me acompaña amablemente hasta  el embarcadero del ferry que va hasta Haydarpasa, la estación de trenes del lado asiático de Estambul.

 Una estación sorprendente porque estoy acostumbrado a estaciones que están en el centro de las ciudades, o, a veces, en las afueras, en cambio ésta está en el mar, en su orilla, de acuerdo, pero su escalinata y fachada principal son bañadas por las olas. Uno se baja del barco, pone el pie en la estación y se sube a un tren, no hay una calle o una placeta, nada que haga de intersección entre el mar y el edificio bellísimo por fuera y por dentro.
 Nunca había visto una estación así y me parecería muy bien su visita aunque no se tenga la intención de subirse a ningún tren.

 Dentro le pregunto al chaval de la ventanilla donde se venden los billetes. Le visito varías veces, le coso a preguntas pero aguanta con simpatía y me da toda la información que necesito con una sonrisa, la última vez que voy a visitarle hasta sale de su cabina para verificar unos horarios en concreto. Saldré a la mañana siguiente, ir en tren de Estambul a Ankara cuesta menos de ocho euros al cambio.
 El resto del día lo dedico a hacer turismo por la ciudad.
 Esto constituye un pequeño error.
 Como ya he dicho estuve por aquí hará unos doce años y hoy pienso que puede ser que sea verdad aquello que se dice que cuando en un lugar has sido muy feliz, o en mi caso, te ha gustado mucho, no se debiera volver al cabo de los años. Por qué exactamente esto es así no lo tengo muy claro pero no es la primera vez que me pasa. En el caso de Estambul voy a ser lo más concreto posible.
 El Bazar de las Especias me pareció más pequeño y con menos colores y olores que la primera vez.
 El Gran Bazar, que lo recordaba como un sitio peculiar y vibrante, esta vez no me lo pareció tanto.
 Incluso la llamada Mezquita Azul, mi querida y añorada Mezquita Azul, en mis recuerdos ensalzada como gran bastión Zen, de una grandiosidad, luminosidad y gracia que rozaba lo divino, me pareció esta vez, ay qué pena, bastante más pequeña, sin tanta luz y con menos colorido.
No sé si hubiera preferido quedarme con  mis recuerdos primigenios que tenía sobre estos lugares, lo que sí sé es que la culpa es mía ya que los lugares son sin duda los mismos, antes y ahora. Soy yo el que ha cambiado, o he perdido capacidad de asombro y sensibilidad frente a la belleza o mi cabeza, mi corazón, mi alma de viajero juegan al engaño en la repetición. Es probable que no fueran tan maravillosos como los recordaba ni que ahora sean tan diferentes como me parecen.
 Ya de noche, con los pies entumecidos por la humedad y doloridos de tanto caminar, ceno un kebab y me apalanco frente a Internet.



 Mis padres están encantados con las nuevas tecnologías respecto a los viajes.
 Los más jóvenes puede que no lo entiendan de otro modo, pero yo con cuarenta años tengo multitud de recuerdos de viajes en los cuales no existía, ni siquiera se imaginaba, algo parecido a Internet. Parece que hable de la prehistoria pero en realidad no hace nada de todo esto.
 Mis padres están encantados, decía, porque antes desaparecía y las cartas, si es que llegaban, en ocasiones tardaban siglos. Las llamadas internacionales, de ser posibles, eran caras, se escuchaban fatal y muchas veces se cortaban. Ahora, en cambio, por casi nada podemos mandarnos noticias casi cada día o incluso vernos el careto si mi sitio tiene la suficiente velocidad. Para el viajero también está bien poder, por ejemplo, recibir el día del padre el dibujito que la niña ha hecho hace cinco minutos a miles de kilómetros de distancia o poder enviar el vídeo que acaba de grabar y poder comentarlo con los amigotes de toda la vida. Bien. Son cosas buenas, pero se puede llegar a pensar, puesto a buscarle tres pies al gato, que posiblemente una de las cosas más interesante de los viajes era la ruptura o más bien el paréntesis que se producía en la vida sedentaria y el aislamiento que muchas veces tenía en su vida más nómada.
 Este aislamiento y este no estar hacían los viajes más intensos.
 No existía ninguna desconcentración debida a la interferencia de los asuntos cotidianos que ocurren en el lugar de origen.
 Los reencuentros también eran más emocionantes, se echaba más de menos por todas las partes y cuando se volvía, todo el mundo tenía muchas cosas que contar.
 Ahora todo esto lo diluye y amortigua Internet.
 Por no hablar de lo chocante que resulta llegar a un garito perdido en Burkina Fasso después de días de pistas polvorientas, calor insufrible, embutido en un amasijo humano traqueteado y que tu madre te diga sonriente, cariño come más que estás muy flaco, o que el director del colegio de tu hijo te llame cuando estás cruzando el Sahara o que tu mejor amiga te hable en directo de la maravillosa nevera que se acaba de comprar cuando serpenteas largas y mágicas jornadas por la Cochinchina. Antes hubieras vuelto, no hubieras sabido nada, te morías de ganas de ver a tu amiga y estabas encantado de que te enseñase la nevera con todo lo que había dentro. Pero cada cosa en su momento, carajo.
 Tengo más, no he terminado todavía.
                                                                         
 En el caso de buscar el hotel u hostal que se quiere en la siguiente etapa pasa lo mismo. Es muy cómodo ir a tiro hecho. Se sabe el nombre, se sabe el precio, dónde está, cómo llegar, se han visto las fotos, has leído los comentarios que cualquiera puede haber hecho y has hecho la reserva.
 Te plantas allí y a vivir, pero, ¿y la incertidumbre? ¿Y la búsqueda? ¿Y la emoción? ¿Y la casualidad?
 Es casi inevitable no usar las ventajas que otorgan la comodidad.
 ¿Quién preferiría unos zuecos de madera antes de unas modernas botas para subir una montaña?
 Pero se convierte en una especie de programación para viajeros en solitario que curiosamente buscamos viajes absolutamente desprogramados.
 La canalización y aborregamiento del mismo tipo de viajeros por los mismos lugares produce unos efectos similares al turismo de masas, tanto en los viajeros -agrupación por culturas semejantes y aislamiento de los locales, merma en la imaginación y en las ideas a la hora de visitar sitios no trillados- como en los lugares, que acusan las deformaciones inevitables de cara al turismo.

 La historia suele ser la siguiente. Alguien decide crear un hostal para mochileros. Se lo curra, es barato, está en un buen lugar, está limpio y vale la pena. Se mantiene un tiempo así, va siendo conocido, va saliendo en los sitios más destacados de Internet y consigue salir en la Lonelyplanet, es aún más y más conocido, tiene muchos clientes, le va muy bien, se acomoda, ya no se esfuerza tanto, las cosas le vienen rodadas y cuida menos el hostal que se masifica, además y lo que es peor, sube los precios. Llega uno en ese momento y se encuentra un hostal guarro, caro, ruidoso y atendido por unos personajes a los que encima hay que dar las gracias por permitirte estar en ese lugar, “el mejor”.
 Es muy fácil encontrar las mismas personas en un recorrido por varios países si tienes la misma guía que ellos. Esto no es negativo de manera intrínseca y hasta es divertido, pero en el fondo, algo está fallando.
 Después de cenar vuelvo a mi nuevo hotel nuevo pero antes de subir me fumo un cigarrillo con Gino.

 Gino es un gancho de restaurante y se hace el ofendido si por error insinúas que es turco pues él es kurdo. Yo pienso, y así se lo digo, que el suyo es un trabajo muy duro, estar en la calle con mucho frío invitando a pasar al restaurante a todo aquél que pasa en más de una decena de idiomas. Se trata de averiguar la nacionalidad a distancia. Rara vez falla. Si entran a cenar, Gino se lleva comisión, pero la gran mayoría no le hacen ningún caso. Así fue como lo conocí. Cuando él me invitó a pasar al restaurante yo le pregunté por un hotel barato. Desde entonces cada vez que he entrado o salido del hotel he parado un ratito a charlar con él. Su tema de conversación favorito es el sexo y las mujeres, en este orden. Que si una vez había estado con una madrileña, que si ella le decía que la hacía estar en el cielo. Intentó convencerme de algo relacionado con las diferencias de los penes kurdos y los penes españoles. Bueno, la palabra que utilizaba como se puede imaginar no era pene pero su teoría se basaba en que el español se retiraba prontamente una vez ha sido complacido, pero el kurdo en cambio seguía y seguía. Me pareció ridículo entablar una discusión en sentido contrario. Plantado allí, a orillas del Bósforo, Gino iba de ligón empedernido, había viajado a Irán y Cuba y me habló de las mujeres de ambos países. Diferencias que no pienso citar.
 Paso mala noche, apenas duermo y cuando lo hago tengo pesadillas. Me levanto temprano pues debo tomar un tren a las nueve. Nieva copiosamente. El primer día llovió a cántaros, el segundo granizó y hoy nieva, hace tanto viento y los copos son tan gordos que mientras camino, si abro la boca para respirar, la nieve se me mete dentro.
 Es mi desayuno.
 

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