PETRA



Al microbús de Aman a Petra subimos entre otros pasajeros algunos extranjeros, un servidor, mi amigo japonés Shatosi, un holandés errante que ya me había encontrado en Damasco, un australobritánico llamado Kent y varios jóvenes con pistolas en los riñones. Es bastante frecuente en Jordania ver jóvenes de paisano con pistolas, cuando pregunto por ello no me queda claro del todo pero al parecer son una especie de colaboradores en la seguridad nacional. A mí me parecen colaboradores a todo lo contrario, los veo demasiado chiquillos.
 Una vez en Petra vamos al famoso hostal de mochileros llamado Valentín Inn.
 No lo recomiendo en absoluto, si vais allí buscad otro.
Está masificado, especialmente masificado de japoneses, te hacen pagar por adelantado, te cobran hasta por el papel higiénico –si alguien va estreñido sale barato pero si se va suelto preparad la pasta- y lo que es peor, te tratan como un imbécil cuando tratan de venderte excursiones y servicios del hotel. Por las noches en su vestíbulo se sirven las cenas, las mesas se agrupan por nacionalidades de manera espontánea, los ingleses con los ingleses, los japoneses con los japoneses, así sucesivamente, en una lucha antinatural contra el mestizaje, el cual me parece pura matemática, en la práctica inevitable, si somos capaces de pensar en el futuro lejano de la humanidad, si no nos vamos al carajo antes. Aprovechando la coyuntura de habitar temporalmente un lugar lleno de gentes diferentes, uno debería encontrar las mesas mezcladas con gente diferente relacionándose e intentando entenderse, seguir viajando a través de la cena, también en la cena, pero no, aquí, las ovejitas blancas con las blancas, miles de kilómetros a las espaldas para seguir cenando con los mismos pesados que puedes encontrar todos los días, los mismos chistes, las mismas maneras de ser. A mí no me han pillado, no he visto mesa de españoles ni tampoco ceno en el hotel ya que cobra más que la calle por la misma comida. 


  Me levanto muy temprano para visitar Petra, la famosa ciudad antigua esculpida en la piedra de las montañas. Bajo andando todo el pueblo nuevo a pie mientras empieza a clarear. Preparo los cincuenta y cinco euros que cuesta la entrada para un día. Los jordanos o mejor dicho, su gobierno, se han cansado de hacer el tonto, y se sumergen en la ley de la oferta y la demanda, esto se ha hecho tan famoso y viene gente de tantas partes que los precios suben y suben. Y cuantos más altos son, menos vende la gente que hay buscándose la vida dentro y fuera de la vasta área, pero no nos adelantemos, aún no hemos entrado.
 Si alguien no quiere pagar puede colarse pero hace falta un mínimo de saber andar por la montaña, y tener en cuenta que no es difícil ser pillado dentro sin entrada, 

especialmente en los puntos más conocidos hay gente de paisano dedicada a ello. No veo ningún impedimento moral a la hora de no pagar en este caso, los ingresos que ocasionamos los turistas con nuestras entradas no repercuten en la población ni en la conservación de las maravillas. La mayoría de las cuevas más accesibles están llenas de basura, botellas, plásticos, fundas de sacos, excrementos y orines animales y humanos. Las montañas y los cañones no están nada mal pero para ser justo evaluando el paisaje diré que cualquier parte montañosa y desértica del norte de África no tiene nada que envidiar a éstas.

  
Lo excepcional del lugar está en sus rocas talladas y en la monumentalidad y grandeza que como civilización debieron alcanzar pues el área es inmensa. El conjunto no decepciona, por doquier hay tumbas esculpidas en rocas de colores fantásticos, nichos en paredes rocosas y en el suelo, antiguas construcciones enormes y bellas desafiando la credulidad del visitante. Si alguien quiere saber más del lugar que se vea un documental, busque en Internet, o se lea otros libros, que yo tengo unas ganas de quitarme de encima la descripción del sitio que no me aguanto, que al fin y al cabo escribo para divertirme.
 Hablaré de las personas que encontré a lo largo del día ya que es lo que me apetece.
 A media mañana me cruzo con una pastora, hablamos un poco, me invita a un té, acepto diciéndole que no tengo un duro y que no deseo comprar nada, se lo digo así pues estamos donde estamos y justo aquí no me acabo de creer la espontaneidad, me dice que no hay problema, que nada de nada. Vive en el pueblo, tiene cuatro hijos, un marido y unas cuantas cabras. Tomamos el té y hablamos un rato. Acaba vendiéndome unos collares. Los compro. Me la han metido, una vez más. Sigo caminando por las montañas.
 Llego por una zona rara y de difícil acceso al cruce del camino que sube al monasterio, uno de los monumentos más conocidos, y para no pasar por lo más bajo y por donde están todos los burros y turistas tomo un atajo. Un guardián me ve y comienza a seguirme. Voy solo, vengo de una dirección no convencional, he seguido por un atajo y encima en un principio me hago el loco ante sus requerimientos de que pare. Soy un objetivo perfecto para ser pillado in fraganti y se le nota en la cara cuando al final paro y espero a que se acerque. Que si de dónde soy, que si voy solo y que si la entrada por favor. Busco en mis bolsillos infructuosamente adrede, le veo regocijarse en su papel de guardián, está a punto de ejecutar con celo su siguiente paso cuando yo, en el límite de tiempo razonable, hundo mi mano en un bolsillo otra vez y saco una entrada arrugada. Primero, incredulidad, luego sorpresa, por último decepción. Mira y mira la entrada buscando su falsedad y tras eso, se marcha, vencido.



 Sigo caminando a media tarde y decido perderme de los cauces con turistas. Me adentro en una zona menos transitada. Unos niños consiguen que desista a base de decirme que por ahí no se va a parte alguna y de pedirme caramelos y dinero, sus madres quieren venderme monedas antiguas. Regreso por donde he venido. En un momento dado voy solo y me adelanta un joven jordano con rastas, va a caballo y descabalga en un tenderete donde hay más personas. Ya andando se levanta adrede la chaqueta para que le vea el revólver que lleva en la cintura por detrás, metido en el vaquero. Se pavonea, anda como Clint Eastwood. Estoy a punto de preguntarle si le gusta enseñar su pistola a todos los turistas o si es que se cayó del tacataca cuando era un bebé. No lo hago, prefiero dejar para otro día la posibilidad de que me peguen un tiro.

  Ya fuera del recinto pétreo, en la ciudad nueva, me dirijo hacia un garito donde he quedado con un tamil y un chino ambos de Singapur y estudiantes en Israel, nunca han probado un narguile, pipa de agua que en Egipto se llama shisa, y voy a ser yo quien los introduzca en el humeante mundo de alquitrán, nicotina y aroma de manzana. Veo las calles engalanadas y a rebosar de banderas jordanas. Le pregunto la razón al primero que encuentro. Me dice que al día siguiente los visita el monarca jordano Abdallah II y me dice textualmente:
 - Dí en tu país que nosotros los jordanos amamos profundamente a nuestro rey.
 Queda dicho. Mi opinión es que habrá que sí y habrá que no. En esta primavera árabe, Jordania no se sube al carro de la revolución. Tal vez sea porque parece que los jordanos viven mejor que sus vecinos sirios y egipcios, tal vez sea por otras razones más ocultas.
 Mañana viene el rey y yo me marcho. No podrá verme.

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