PASTORAS EN LA MONTAÑA

 Vuelve el sol a buscar el mar una tarde más.

Un mar tan lejano que antes de que lo encuentre lo veremos desaparecer entre estas montañas a esta hora tan rojizas, estas montañas tan extremas que justo en estos momentos ofrecerán al que aquí está su momento mas dulce, estos momentos mágicos de los atardeceres saharianos tan descritos por los escritores viajeros, en los que hasta los no creyentes, realmente conmocionados por este estar único, dan gracias por estar vivos.
Es la hora de Tigutchi, el penúltimo rezo del día, y como el viento de hoy se marcha con el sol, entre los gritos de los niños que, lejos, aún juegan al fútbol, se pueden escuchar claramente a los almuecines de las distintas mezquitas del apartado oasis llamando a la oración, aunque comparados con otras partes y otros lugares del Islam se podría decir , gritando a la oración.
 Y es que aquí la llamada se grita desesperadamente, nada de florituras, nada parecido a un canto lleno de tonos y recovecos, nada de lucimiento, la llamada en esta parte del globo, es como esta tierra, dura, como estas gentes, directas, como su fe, poderosa e inequívoca.
Y el abuelo de nuestra familia, se postrará allí donde le pille, entre sonoros quejidos de músculos ya fatigados, y frotando sus manos con la arena o con una piedra limpiará su alma, y con un considerable esfuerzo en apariencia imposible de realizar debido a lo arqueado de su espalda, rezará lo que sabe,  igual que lo ha hecho a lo largo de cada uno de los días de su vida y después se quedará sentado allí donde rezó, mirando en un estado de beatitud casi total (solo le falta el aura) a veces hacia el oasis, y otras veces, las más, hacia los secarrales que en lontananza se adivinan en estos valles y cadenas montañosas ahora tan rojas, de dónde él proviene.
Y paso con cuidado por su lado con miedo a turbar su pensamiento,  me mira con una sonrisa, ¿cuándo aprenderé que él es imperturbable?, le beso en la cabeza,  y nos pasamos saludándonos un ratito.
-Meni trit? - Dónde vas? - me pregunta, y como está muy tapia tengo que gritarle mucho.
-Nikki rigg adar imik agarass u asif- Y tengo, en medio de esta paz y silencio, que pegar tales gritos que ya se debe haber enterado medio oasis que voy a andar un poco por el río. Estamos juntos un poco más, a ratos hablamos, otros no, cuando me despido lo dejo mirándome con ojos de pillo.
Salgo a pasear por el sendero del riachuelo valiente que consigue aflorar de lo más reseco que uno pueda imaginar, dominando la situación a lo largo de unos cuatro kilómetros, creando un manchurrón importante de verde y vida hasta que el paisaje todopoderoso lo vuelve a enviar a sus entrañas, si voy despacio y en silencio, en esta hora de luminosidad y quietud mágica, se lo que me encontraré.
 Allí donde se ensancha el cauce una pareja de tortugas en su último baño de sol diario, y si he sido cuidadoso y tengo suerte veré alguno de los enormes peces a ras de superficie, unos peces exageradamente grandes para esta poca agua, y una gigantesca ave zancuda plateada que es la que se los come y que cuando me ve alza el vuelo y en medio de ese silencio puedo oír como amplificado el sonido del batir de sus alas, blashhh. blashhh, blashhh.
 Dejo el sendero de abajo del río y subo al que lo sigue en el marcado límite entre el oasis y la impresionante y abrupta  montaña, ando con los últimos vestigios de sol a mi espalda, los colores de las rocas son psicodélicos, estoy totalmente embriagado.
 De repente me parece oír algo a lo lejos como un chillido, paro mis pasos para no molestarme, tardo un rato en localizar su origen, tengo que mirar hacia arriba de la falda de la gran montaña, y allí en el precipicio una imagen que me dejará mudo, que me parece sublime, que no sé muy bien porqué, no olvidaré el resto de mi vida.
 R. está en pie casi en lo mas vertical de la montaña de los marrones y los ocres infinitos, está muy lejos, allá arriba pero ella es una bomba de color en medio de la gran ladera, va totalmente tapada, pero se de sobra que es ella, la distinguiría entre un millón, su imagen es la de una virgen, etérea , da severas, profundas y guturales órdenes a las cabras, domina la situación, vuelve a casa azuzando el rebaño para llegar antes de que se haga de noche, sus pañuelos vuelan entre salto y salto, va por sitios por donde no me atrevería por nada y parece desafiar todas las leyes físicas, ninguna parte de la montaña le está vedada.
 Estoy lejos, para ella sólo seré un puntito en medio del palmeral que acaba comenzando la hamada, pero sé que me ha visto y sé que ella sabe que yo también.
 Se hace la interesante saltando aún mas fuerte, gritando todavía mas.
 R. es apenas una niña, según los cánones de la zona es demasiado mayor para seguir en el colegio y demasiado joven para casarse, pero cuando el pañuelo se lo echa o se le cae hacia atrás es evidente que a los hombres se les acelera el corazón, su belleza es imposible que sea superior a lo que ya es, su presencia roza lo sobrenatural, sus ojos azabache exageradamente brillantes sobretodo cuando vuelve de la montaña fulguran a la luz de las velas y cuando éstos te miran, casi siempre cuando tu no los miras, hacen que te sientas torpe y niño.
 La saludo con el brazo para ver si ella me está mirando y al instante levanta el suyo,  doy media vuelta y empiezo a bajar de nuevo al río, no deseo incomodarla, no quiero que piense que salí a su encuentro pues realmente no ha sido así, ella va variando sus itinerarios de pastoreo según la poca hierba que va quedando y el tiempo que hace que no pasa por allí.
Vuelvo a casa de noche entre las palmeras, asombrado y perturbado por las imágenes que he visto, pensando que no hay nada más épico, más sublime, más digno, que ser pastor o pastora en el Anti-Atlas. 
 Por supuesto, R. está hasta las narices de serlo. 



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